Martes 17 de septiembre de 2024. Como lo hemos analizado previamente, la
soberanía es uno de los elementos que integran a un Estado. Actualmente,
existen 193 Estados reconocidos por la Organización de las Naciones
Unidas (ONU), como pude confirmarlo la semana pasada en la sede
principal del citado organismo. La soberanía es entendida como el poder
político supremo, según el Diccionario de la lengua española.
En el continente americano la soberanía se hizo presente incluso antes
de la llegada de los europeos, pues prevalecía en las distintas culturas
que existieron. Sin embargo, con el arribo de los representantes del
Viejo Mundo, dichas culturas fueron cohesionadas y en breve tiempo se
les arrebató su calidad soberana.
En nuestro país, la soberanía le fue arrancada de las manos a los
ibéricos en 1821, luego de once largos años de guerra por la
independencia. Así como lo lee: 1821 y no 1810, como la mayoría de los
mexicanos supone. Por tanto, aún podemos celebrar que somos soberanos.
Así somos, los mexicanos celebramos los inicios, nunca los desenlaces
(que son lo realmente importante, pues los finales son resolutivos y no
especulativos, más sí pueden serlo los comienzos de las historias).
El martes pasado, saliendo del teatro en Broadway, me enfoqué en
enterarme de la votación sobre la reforma constitucional al Poder
Judicial. El domingo, tal hecho se consumó con el beneplácito de algunos
y la algarabía de muchos, demasiados, me atrevería a decir. Al igual que
el Grito de Independencia, no tenemos claro que celebramos, pero
celebramos bajo el supuesto de que se trata de algo benéfico para los
mexicanos. No indagamos más, sólo suponemos y eso basta para festejar.
Así somos los mexicanos (es preciso generalizar), al contentillo. Todo
está bien, siempre que nuestras celebraciones, por el motivo que sean,
no se vean mermadas. Celebramos sin saber qué celebramos; aplaudimos sin
saber el motivo; vivimos el momento sin importar que arriesguemos el
futuro. Vamos sobre seguro; sobre lo que hay, no sobre lo que podría
haber. Siempre que no nos afecte en lo particular, que el mundo ruede.
Por eso gritamos: “¡Viva México!”, sin importar cómo se vive ni la
calidad de vida de nuestros semejantes, siempre que nuestro interés
personal sobreviva. Ha sido ese individualismo y esa falta de
solidaridad la que nos ha llevado a tener el gobierno que merecemos, uno
que aún no termina de irse y la historia inmediatamente está juzgando:
depreciación del peso, crisis de inseguridad incendiarias en múltiples
partes del territorio nacional, confrontaciones abiertas con nuestros
principales socios comerciales, la instauración de lo que a todas luces
es un Maximato (y nos admiramos de la dupla Salinas-Colosio). Todo
frente a nuestras narices, y nosotros, como la película, gorditos y
bonitos. Sin enterarnos, ¡peor aún! Sin querer enterarnos para pecar de
omisos, pero no de traidores (a cualquiera que sea nuestra causa).
Parafraseando a Porfirio: pobre México, tan lejos de la emancipación y
tan cerca de la manipulación. ¡Eso es lo alarmante! Que voluntariamente
nos entreguemos a un sistema que ya ha probado ser fatídico, nos
entregamos a la dulce melodía de un flautista que nos idiotiza (perdón,
debí decir hipnotiza); mientras seguimos presurosos hacia el abismo. Sí,
hacemos que la vida nos obligue a resistir, cuando bien podríamos
prevenir. Para morir nacimos, dicen los pen…santes.
En 2005, mismo año que comenzó el ascenso político del actual
presidente, se estrenó la película de animación digital “Madagascar”, en
la cual cuatro pingüinos del zoológico de Nueva York repetían
petrificados mientras posaban para el público: “gorditos y bonitos,
gorditos y bonitos”. Así actúan hoy muchos mexicanos…
Post scriptum: “Denles pan y circo y nunca se rebelarán”, Juvenal.
*El autor es escritor, catedrático, doctor en Derecho Electoral y
asociado del Instituto Nacional de Administración Pública (INAP).